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domingo, 21 de agosto de 2011

LILVIA SOTO






La Herencia



Non seulement nos souvenirs, mais nos oublis sont "logés". Notre inconscient est "logé".
Notre âme est une demeure. Et en nous souvenent des "maisons", des "chambres", nous
apprenons à "demeurer" en nous-mèmes. On le voit dès maintenant, les images de la
maison marchent dans les deux sens: elles sont en nous autant que nous sommes en elles.1
                   - Gaston Bachelard, La poétique de l'espace



Armando dice que su hermano la cortó hace tiempo,
Abuelo temía que cayera sobre el techo.
Minerva siente desilusión, hace años que no regresa
pero todavía piensa en la palmera.

Arminda me muestra su mesa, redonda, de patas de león,
como la de la abuela, pregunta si la recuerdo.
Por supuesto. También el bote de los cubiertos
que la abuela mantenía en su centro, siempre había
un tenedor extra para un trabajador hambriento.

Sandra quiere saber si todavía existe el escritorio del abuelo.
Sus innumerables cajones y compartimentos
han nutrido su imaginación a través de los años.

Ana pregunta si recuerdo el velo de novia,
su delicada fragancia aparece en sus sueños.
Y en los míos.
Todos recordamos las macetas de la abuela,
sus chabacanos y morales,
su jardín, su cerca de piquete blanco.

Comentamos las historias que la abuela contaba
después de terminadas nuestras labores,
mientras se enfriaban las brasas de la estufa de leña,
las risas compartidas, los fantasmas que moraban bajo las camas.

Yo recuerdo las caminatas con Blanca y Alfonso
después de sus partidos de baloncesto,
por caminos de tierra iluminados por la más brillante luna
que una citadina había jamás visto.

Blanca y yo recordamos las muñecas que hacíamos
de colchas viejas, con vestidos de percal nuevo y rostros bordados
de ojos negros y labios rojos, sus roperos de cartón, sus mesas
Avena Quaker y sus elegantes casas del adobe que horneábamos
bajo el candente sol de Chihuahua.

Recuerdo cada mañana de la primavera de mis ocho años,
cuando recorría las acequias de Dublán
cortando espárragos silvestres
para la comida de mi hermana sietemesina.

En las sudorosas noches de agosto dormíamos bajo las estrellas
en camas que el abuelo improvisaba con anchas tablas
que ponía sobre caballetes para protegernos
de las bestias salvajes.

Veintitantos primos recordamos la casa, el piano, el escritorio,
las lámparas de aceite, la palmera, el banco bajo la palmera.

Al compartir fotos, nos damos cuenta que a todos nos fotografiaron
bajo la palmera.
Ahí está mi madre sobre una yegua con mi hermana en sus brazos.

Ahí está Gracia paseando a su primita en el coche de sus muñecas.
Y ahí estoy yo, de pie, recostada sobre el césped, o,
con mi hermana en los brazos,
en el banco bajo la palmera.

Y ahí, mucho antes de que cualquiera de nosotros naciera, están
nuestras jóvenes madres en coquetas poses,
de pie, sentadas, recostadas
sobre el banco bajo la palmera.

Hablamos de la despensa que la abuela mantenía repleta de encurtidos en salsa de mostaza, frascos de manzana, tomate, membrillo,
la mesa donde siempre cabía uno más,
sus tortillas de harina, empanadas de durazno, su pan de levadura,
su peinador, la magia de los destellos esmeralda, rubí, zafiro
de los perfumes que centelleaban a la luz del atardecer.

Hablamos de Penny, el mimado pequinés que el abuelo engordaba
bajo la mesa y del abuelo que se levantaba con las gallinas, encendía
la estufa de leña, y llevaba el tazón de café humeante a la abuela
que se regodeaba en el calor de su cama hasta que salía el sol.

Recordamos sus huertas de duraznos y manzanos,
sus campos de alfalfa y de sandía,
sus bodegas repletas de sacos de maíz, frijol, papa, cacahuate,
sus caballos y sus minas.

Ellos recuerdan las minas. Yo recuerdo los cristales morados,
color de rosa, blanco centelleante alineados en el alféizar de las ventanas
del porche junto a su recámara,
donde tenía su escritorio de escondrijos y misterios.

Yo pensaba que los cristales eran una locura de su juventud,
pero algunos primos recuerdan las minas, la búsqueda del oro que,
al alimentar la avaricia y la envidia, se convirtió en riquezas legendarias.

Entonces, un día asesinaron a nuestro tío,
otro día una tía cambió el testamento del abuelo.
Como apedreados gorriones, nos dispersamos,
huyendo de la fiebre del resentimiento, del deseo de venganza.

Al encontrarnos de nuevo, buscamos los momentos abandonados
en los cajones, bajo la escalera, detrás de las puertas,
alrededor de la mesa,
en el banco bajo la palmera.

Pero la lámpara de aceite que nos esperaba en noches de baloncesto
no vuelve a encenderse. Algunos se niegan a regresar.
Recuerdan la chaqueta con sus seis agujeros de bala
y al cuñado que huyó a Tombstone.

Recuerdan los terrenos y el oro que no recibieron,
piensan que les robaron su herencia.

Otros escuchamos ecos que se apagan,
tendemos la mano a gestos que retroceden,
vemos sombras que se desvanecen
y convertimos cada recuerdo, dulce o amargo,
en una luminaria que alumbra el camino
a la casa de la memoria,
a la herencia.

1 No sólo nuestros recuerdos sino también nuestros olvidos están alojados. Nuestro inconsciente está alojado. Nuestra alma es una morada. Y cuando recordamos las casas, los cuartos, aprendemos a vivir en nosotros mismos. Se ve de inmediato, las imágenes de la casa viajan en ambas direcciones: están en nosotros mientras nosotros estamos en ellas.
-Gaston Bachelard, La poética del espacio (Mi traducción.)




Lilvia Soto. Originaria de Nuevo Casas Grandes, Chihuahua (1939). Actualmente vive en Arizona. Es doctora en filosofía y letras, ha sido profesora de literatura y creación literaria en universidades estadounidenses y directora de un centro de excelencia para estudiantes hispanos.  Ha publicado ensayo, ficción corta, poesía y traducción literaria en varios países.


D.R. Fotografía Carmen Amato

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