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domingo, 21 de agosto de 2011

MARIA ELENA SOLORZANO






Salmo de luz
Abandono la madurez
del higo,
húmedo, tibio.
Mis labios devastaron
sus aguas núbiles.

Abandono la casa.
Y me duelen las manos
y me duelen los ojos.

Fuego nuevo en la montaña,
en la cumbre se desgaja una sandía.

Disfruto la pulpa de manzana,
el rojo mancha mis dedos y sus dedos.
Ella quiere que conozca de duraznos,
de nísperos, de frutas tropicales.

Mis ojos la siguen, se acuesta junto a mí:
el calor me llega de su seno.

Perfumada Eva en extravío,
su mano como hoja de marrubio
en el biombo de bambú se posa,
dibuja anacondas y bromelias.

Sin Ella no florecen los ciruelos
ni el agua gira en el molino.

Chispa en zozobra,
salmo de luz.

Acunada en tu pecho
la claridad golpea.

Transpira diamantes el enhebro,
en mi piel frescor de hojas.

Yazgo junto a Ella,
bebo de su leche, de su sangre.

Alabanzas canta,
contemplo las alondras que anidan en sus ojos.

Me gusta la hamaca de sus brazos.
Me gusta más su voz
que los murmullos que llegan del jardín.

Sus manos me enseñan a dibujar
el amarillo sueño de la lámpara.

Me enseña el cofre de cobalto,
lo abre en esta tarde de granada.

Muestra las aristas de las cosas,
listones y monedas,
los rizos de azabache y de caoba,
los botones de plata, las tijeras.

Un ramo de lilas se desgranan.

Rechina la puerta con las esquirlas del recuerdo,
gusarapos de luz por la hendidura.
En la fragua del corazón los metales se doblegan.

Tomo los cubos y los triángulos,
esculpo territorios de colores,
construyo sus manos de amapola,
sus pies en maduros alcatraces.

Con un pincel de humo perpetúo su sonrisa
y la maraña de su pelo.

Párpados plegados por el rescoldo de la tarde.
Roza el viento su cara de satín.

Su vestido de percal, puerto seguro;
al asir su ruedo llamo, exijo
su ser a mi presencia.

La claridad de su voz a mis oídos.
Sus manos completan mi cabeza,
su beso se  desliza en mi mejilla.
Me apaciguo en su regazo.

Gotean magentas en mis ojos.
Una buganvilla en el patio
enardece al mediodía.
Los gorriones engarzan notas en los tallos.
mientras en mis pestañas los azules languidecen.

Conozco la voracidad de las orugas.
Confundidas con las frondas engullen los mastuerzos,
se deslizan como si midieran caminos de humedad.

Con siderales hilos construyen
el arca que guardará su vida,
inician su sueño de amaranto,
caen en los agrios vapores del verano.

Las veo rasgar el tabernáculo de seda.
De las tinieblas con cautela surgen,
desgajan el aire,  duermen
al amparo de las hadas.

Ofician en rituales prohibidos.

La flor resguarda lo que será semilla.

En la transformación del trigo los asombros.
Brotan los verdes y los blancos.
Desbaratan las espigas  en alas amarillas,
navegan audaces en el sueño.

Con los granos
el sol bendice a los hombres que sudan la faena,
a las mujeres que llevan el cántaro en el hombro.

Tan dulce el pan se vuelve en la canasta
que los niños sonríen miel cuando lo comen.

Esquirlas de jade forjan clorofila.
Entre el maíz ventea la nostalgia.
Aguijones de entereza la mañana del romero.
La luz trasmina entre las hojas.

De la mazorca la espuma se deshace
en el crepitar de los jilotes.
En el recodo de los tallos se detiene el amarillo.

En el molino la ambarina pulpa
se vuelve carne de doncella,
alimento de viajeros o de dioses.
En el sendero el tejocote se hermana con el cobre,
los capulines lloran.
Sonrisa amarilla del acahual en mi pupila,
en mi pelo cabrillea el viento.

Regreso a casa:
luz de Luna la ilumina;
lirio, soledad,
pantano donde flotan los presagios.

Mis muertos me acompañan.

Me encuentro con la niña.
-sus muñecas de trapo, las esferas.
En el patio repleto de geranios
se aman las torcaces.

Por el postigo la niña espía
la liturgia de la vida.

Los albinos claman a la Luna,
los panderos resuenan. Alguien canta.
Mis sueños me vuelcan al vacío.

Las lagartijas duermen en las grietas.
El mantra de la noche tejen las arañas.

Hija de la Luna soy
(la sangre escurre entre mis piernas).

Mi yermo corazón de mi pecho escapa.
Entierro una astilla entre mis uñas. Grito.
Retuerzo mi lengua. No hay palabras.

Me miro en el espejo:
la misma marca de mi madre
en medio de mi vientre.
Como artesana fraguo de hierro los encajes.

Exudan miel de pino los tejados.

Para atrapar verdines tiendo un hilo al azar.

En la inmolación de la mañana
reconozco el mismo canto,
la rauda candidez en los murmullos.

La ventana cierro al conjuro verde del durazno,
desato por un momento el alma,
devuelvo a los ángeles La Gracia
que no pude arropar en la herida de mi pecho.

En los charcos zurean las mañanas.
Los santos hierbazales purifican las miasmas citadinas.

En rebeldía los helechos cierran el paso a los suspiros.

En el fragmento del minuto, en la dimensión de la rosa,
con el tacto desbocado me acerco a los pistilos:
su perfume jadea, lo aspiro, me transforma.

Era bella.
Varada sirena,
el mar me dio por residencia tierra.

Con lentitud mis pies deformes ascendieron a los riscos,
con dificultad bajaron hasta donde hierve la cascada.

Como  pisciana añoro el mar.
Ya no sé sumergirme en los confines oscuros del océano
donde los abisales nadan en susurro
entre fosforescencias de coral.

Extraño las madréporas,
las actinias de colores increíbles;
de líquidos vaivenes la tibieza.
Mi canto ya no hechiza a los marinos
ni a los hombres que caminan por la playa.
Ya no se enredan las algas en mis dedos
ni se pegan las medusas a mi piel.

La sal me seduce.
Cuando cierro los ojos en tardes de estaño,
la degusto en el centro de mi lengua.

Su sabor excita mis neuronas.

Bebo tu cuerpo de agua y sal.

Con el movimiento ondulante de los peces
alcanza mi vientre incandescencias.
En el cielo los resplandores de la Luna.
En mis pupilas guardo el mar.
En mis muñecas guardo un pálpito de ola.

Daré a luz durante el amanecer de las violetas.

El aire sabe a lima,
los heliotropos se calcinan.

Busco tus ojos de gacela,
transcurro entre el olor de los abetos.
Mis pisadas fraguaron en el barro.

Viene el niño que sueño por las noches
y tú te marchas a seguir el destino de la espada,
a buscar espigas en el páramo,
a buscar el amuleto de mágicas insignias.

Pelearás con tus iguales
y serás campeón de la violencia.
Yo, la sierva, daré a luz
durante el amanecer de las violetas.
Busca caracolas en la playa la niña.
El amarillo de los girasoles gime.
La sangre en sus venas culebrea.
Navegan sus ojos.
Respira, consonancia de olas.
Espera en  el camino de los soles.

En la mañana cubierta de ciruelos
otra vez aletean las palomas.
cierro los ojos, lo contemplo.
Emerge un río de luz.
Imagino cómo sus brazos y sus piernas
se fortifican, crecen,
cómo sus uñas se conforman.
Me pregunto de qué color serán sus ojos,
qué sorpresas encontraré en sus pupila.

Sólo deseo que lleve el título de hombre
con más virtudes que defectos.
Que tenga la mirada clara de la lluvia.
Que a su mano los bronces se dobleguen,
en su corazón  dé frutos la justicia.
Que transite sin miedo los caminos.
Que domine a los endriagos de la noche
Me pregunto de qué color serán sus ojos
qué sorpresas encontraré en el fondo.

Albas paredes,
-fulgurante lámpara- el quirófano.
A través de mi inflamado vientre
el médico aún escucha sus latidos.

Me paraliza el frío.
Ahora soy agua y quiero desbocarme,
ser árbol o granizo,
la corza que huye del tormento.

El parto se avecina,
pero daré a luz entumecida carne.
Los jugos coagulados,
tulipanes rojos en su piel.

Mañana, vestido irá de blanco
para ofrendarlo a los labios sedientos de la tierra.



Ma. Elena Solórzano. Poeta mexicana, nacida en Delicias Chihuahua, reside actualmente en la Ciudad de México. Autora de varios poemarios.  El poema que se publica en esta antología pertenece al poemario Salmo de luz.


D.R. Fotografía Carmen Amato

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