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domingo, 21 de agosto de 2011

ANA REBECA TORRES MACÍAS




Eugenia en su casa



Detrás

Bajo llave de la duda te resguardas,

En la casa de lo insensato estás tú.

En el cristal has dejado tus huellas,

Los flacos largos dedos de

tu mano

izquierda

Son ahora parte

del vidrio.

Por la ventana día y noche,

eternamente

Te quedarás viendo la vida,

En la casa de lo incierto

vivirás

Sin saber nunca

qué es el viento

o el sol

En la ventana has plasmado tu memoria

Por la ventana has visto las vidas que entran y salen

de las casas contiguas,

sin tener la más remota idea de tu propia vida

pues te has pasado las horas

viendo la vida por la ventana.


Ana Rebeca Torres Macías. Mexicana (1991), estudia literatura en la UACJ. Ha publicado en la revista Paso del Río Grande.

  
D.R. Fotografía Carmen Amato

LILVIA SOTO






La Herencia



Non seulement nos souvenirs, mais nos oublis sont "logés". Notre inconscient est "logé".
Notre âme est une demeure. Et en nous souvenent des "maisons", des "chambres", nous
apprenons à "demeurer" en nous-mèmes. On le voit dès maintenant, les images de la
maison marchent dans les deux sens: elles sont en nous autant que nous sommes en elles.1
                   - Gaston Bachelard, La poétique de l'espace



Armando dice que su hermano la cortó hace tiempo,
Abuelo temía que cayera sobre el techo.
Minerva siente desilusión, hace años que no regresa
pero todavía piensa en la palmera.

Arminda me muestra su mesa, redonda, de patas de león,
como la de la abuela, pregunta si la recuerdo.
Por supuesto. También el bote de los cubiertos
que la abuela mantenía en su centro, siempre había
un tenedor extra para un trabajador hambriento.

Sandra quiere saber si todavía existe el escritorio del abuelo.
Sus innumerables cajones y compartimentos
han nutrido su imaginación a través de los años.

Ana pregunta si recuerdo el velo de novia,
su delicada fragancia aparece en sus sueños.
Y en los míos.
Todos recordamos las macetas de la abuela,
sus chabacanos y morales,
su jardín, su cerca de piquete blanco.

Comentamos las historias que la abuela contaba
después de terminadas nuestras labores,
mientras se enfriaban las brasas de la estufa de leña,
las risas compartidas, los fantasmas que moraban bajo las camas.

Yo recuerdo las caminatas con Blanca y Alfonso
después de sus partidos de baloncesto,
por caminos de tierra iluminados por la más brillante luna
que una citadina había jamás visto.

Blanca y yo recordamos las muñecas que hacíamos
de colchas viejas, con vestidos de percal nuevo y rostros bordados
de ojos negros y labios rojos, sus roperos de cartón, sus mesas
Avena Quaker y sus elegantes casas del adobe que horneábamos
bajo el candente sol de Chihuahua.

Recuerdo cada mañana de la primavera de mis ocho años,
cuando recorría las acequias de Dublán
cortando espárragos silvestres
para la comida de mi hermana sietemesina.

En las sudorosas noches de agosto dormíamos bajo las estrellas
en camas que el abuelo improvisaba con anchas tablas
que ponía sobre caballetes para protegernos
de las bestias salvajes.

Veintitantos primos recordamos la casa, el piano, el escritorio,
las lámparas de aceite, la palmera, el banco bajo la palmera.

Al compartir fotos, nos damos cuenta que a todos nos fotografiaron
bajo la palmera.
Ahí está mi madre sobre una yegua con mi hermana en sus brazos.

Ahí está Gracia paseando a su primita en el coche de sus muñecas.
Y ahí estoy yo, de pie, recostada sobre el césped, o,
con mi hermana en los brazos,
en el banco bajo la palmera.

Y ahí, mucho antes de que cualquiera de nosotros naciera, están
nuestras jóvenes madres en coquetas poses,
de pie, sentadas, recostadas
sobre el banco bajo la palmera.

Hablamos de la despensa que la abuela mantenía repleta de encurtidos en salsa de mostaza, frascos de manzana, tomate, membrillo,
la mesa donde siempre cabía uno más,
sus tortillas de harina, empanadas de durazno, su pan de levadura,
su peinador, la magia de los destellos esmeralda, rubí, zafiro
de los perfumes que centelleaban a la luz del atardecer.

Hablamos de Penny, el mimado pequinés que el abuelo engordaba
bajo la mesa y del abuelo que se levantaba con las gallinas, encendía
la estufa de leña, y llevaba el tazón de café humeante a la abuela
que se regodeaba en el calor de su cama hasta que salía el sol.

Recordamos sus huertas de duraznos y manzanos,
sus campos de alfalfa y de sandía,
sus bodegas repletas de sacos de maíz, frijol, papa, cacahuate,
sus caballos y sus minas.

Ellos recuerdan las minas. Yo recuerdo los cristales morados,
color de rosa, blanco centelleante alineados en el alféizar de las ventanas
del porche junto a su recámara,
donde tenía su escritorio de escondrijos y misterios.

Yo pensaba que los cristales eran una locura de su juventud,
pero algunos primos recuerdan las minas, la búsqueda del oro que,
al alimentar la avaricia y la envidia, se convirtió en riquezas legendarias.

Entonces, un día asesinaron a nuestro tío,
otro día una tía cambió el testamento del abuelo.
Como apedreados gorriones, nos dispersamos,
huyendo de la fiebre del resentimiento, del deseo de venganza.

Al encontrarnos de nuevo, buscamos los momentos abandonados
en los cajones, bajo la escalera, detrás de las puertas,
alrededor de la mesa,
en el banco bajo la palmera.

Pero la lámpara de aceite que nos esperaba en noches de baloncesto
no vuelve a encenderse. Algunos se niegan a regresar.
Recuerdan la chaqueta con sus seis agujeros de bala
y al cuñado que huyó a Tombstone.

Recuerdan los terrenos y el oro que no recibieron,
piensan que les robaron su herencia.

Otros escuchamos ecos que se apagan,
tendemos la mano a gestos que retroceden,
vemos sombras que se desvanecen
y convertimos cada recuerdo, dulce o amargo,
en una luminaria que alumbra el camino
a la casa de la memoria,
a la herencia.

1 No sólo nuestros recuerdos sino también nuestros olvidos están alojados. Nuestro inconsciente está alojado. Nuestra alma es una morada. Y cuando recordamos las casas, los cuartos, aprendemos a vivir en nosotros mismos. Se ve de inmediato, las imágenes de la casa viajan en ambas direcciones: están en nosotros mientras nosotros estamos en ellas.
-Gaston Bachelard, La poética del espacio (Mi traducción.)




Lilvia Soto. Originaria de Nuevo Casas Grandes, Chihuahua (1939). Actualmente vive en Arizona. Es doctora en filosofía y letras, ha sido profesora de literatura y creación literaria en universidades estadounidenses y directora de un centro de excelencia para estudiantes hispanos.  Ha publicado ensayo, ficción corta, poesía y traducción literaria en varios países.


D.R. Fotografía Carmen Amato

CARMEN SUAREZ LEON





Isla mía, archipiélago mío, yo que amé tus llanuras,
la trepidación del sol en tus caminos, la vaga humedad
de tu colinas, los cantares del monte;
me estoy ahora en las planicies sumergidas,
tierra tuya bajo la azul campana de los mares,
entraña tuya que guarda huesitos de esclavos
que parecen corales, gorgonias asociadas al esqueleto
de un pirata, doblones como piedras,
y arcones y ánforas y pipas y anclas y zapatos,
fósiles asombrosos en la suspensión de sal y yodo,
entre vibrátiles aletas y moluscos; insólitos
vecinos del crustáceo, historia de las islas:
cañones, osamentas, cerámica europea, vidrierías
y cuero semejante a la roca, y oro y plata,
y caducas tecnologías del ingenio,
historia mía, patria mía donde los mundos
se encontraron, silenciosos jardines, reino
de las medusas, de las algas, aquí me estoy callada
recobrando a tus muertos, y al arco iris que nace en los corales; rojo cilindros, lazos de violeta, discos verdes,
ambarinas medallas: el universo mundo se reconoce
en tus guijarros.
Hueso de héroe torturado descansa entre tus aguas,
y hueso de invasor y de colono rechazado…
casas nacaradas, bandas espumosas, lágrimas de hombre,
terrores de naufragios, mástiles derrotados,
patria mía, archipiélago mío …





CARMEN SUÁREZ LEÓN (Vereda Nueva, La Habana, 1951). Investigadora, poeta y traductora. Doctora en Ciencias Filológicas de la Universidad de La Habana. También ha publicado los poemarios Jardín sumergido (La Habana, 1991), El patio de mi casa (La Habana, 1994) y Navegación (La Habana, 1996).


Fuente de la foto de esta página:  http://www.eturismoviajes.com/buceo-en-cuba-algunos-lugares-donde-bucear/


CELESTE ALBA RODRIGUEZ


D.R. Foto Celeste Alba Rodríguez



Estirpe
Ésta es la matriz de la abuela
las paredes que levantaron a mi madre
el sillar traído a mula
la infancia propia y vespertina
el nido de mis hijas
la cabecera donde escribo

Éste es el lugar de las goteras humeantes
La ventisca de cristal aquel invierno
la cría para mastuerzo
el cuello marchito
el chillar del patio
la sangre en jícara
las muelas enterradas bajo un árbol
los estertores de un viejo entregándose solo

Éste es el castillo vaho de tierra
Ésta  [soy]
mi casa
Esta ruina y se levanta



Celeste Alba Rodríguez. Poeta y periodista. Reside en Ciudad Victoria Tamaulipas.



MARIA ELENA SOLORZANO






Salmo de luz
Abandono la madurez
del higo,
húmedo, tibio.
Mis labios devastaron
sus aguas núbiles.

Abandono la casa.
Y me duelen las manos
y me duelen los ojos.

Fuego nuevo en la montaña,
en la cumbre se desgaja una sandía.

Disfruto la pulpa de manzana,
el rojo mancha mis dedos y sus dedos.
Ella quiere que conozca de duraznos,
de nísperos, de frutas tropicales.

Mis ojos la siguen, se acuesta junto a mí:
el calor me llega de su seno.

Perfumada Eva en extravío,
su mano como hoja de marrubio
en el biombo de bambú se posa,
dibuja anacondas y bromelias.

Sin Ella no florecen los ciruelos
ni el agua gira en el molino.

Chispa en zozobra,
salmo de luz.

Acunada en tu pecho
la claridad golpea.

Transpira diamantes el enhebro,
en mi piel frescor de hojas.

Yazgo junto a Ella,
bebo de su leche, de su sangre.

Alabanzas canta,
contemplo las alondras que anidan en sus ojos.

Me gusta la hamaca de sus brazos.
Me gusta más su voz
que los murmullos que llegan del jardín.

Sus manos me enseñan a dibujar
el amarillo sueño de la lámpara.

Me enseña el cofre de cobalto,
lo abre en esta tarde de granada.

Muestra las aristas de las cosas,
listones y monedas,
los rizos de azabache y de caoba,
los botones de plata, las tijeras.

Un ramo de lilas se desgranan.

Rechina la puerta con las esquirlas del recuerdo,
gusarapos de luz por la hendidura.
En la fragua del corazón los metales se doblegan.

Tomo los cubos y los triángulos,
esculpo territorios de colores,
construyo sus manos de amapola,
sus pies en maduros alcatraces.

Con un pincel de humo perpetúo su sonrisa
y la maraña de su pelo.

Párpados plegados por el rescoldo de la tarde.
Roza el viento su cara de satín.

Su vestido de percal, puerto seguro;
al asir su ruedo llamo, exijo
su ser a mi presencia.

La claridad de su voz a mis oídos.
Sus manos completan mi cabeza,
su beso se  desliza en mi mejilla.
Me apaciguo en su regazo.

Gotean magentas en mis ojos.
Una buganvilla en el patio
enardece al mediodía.
Los gorriones engarzan notas en los tallos.
mientras en mis pestañas los azules languidecen.

Conozco la voracidad de las orugas.
Confundidas con las frondas engullen los mastuerzos,
se deslizan como si midieran caminos de humedad.

Con siderales hilos construyen
el arca que guardará su vida,
inician su sueño de amaranto,
caen en los agrios vapores del verano.

Las veo rasgar el tabernáculo de seda.
De las tinieblas con cautela surgen,
desgajan el aire,  duermen
al amparo de las hadas.

Ofician en rituales prohibidos.

La flor resguarda lo que será semilla.

En la transformación del trigo los asombros.
Brotan los verdes y los blancos.
Desbaratan las espigas  en alas amarillas,
navegan audaces en el sueño.

Con los granos
el sol bendice a los hombres que sudan la faena,
a las mujeres que llevan el cántaro en el hombro.

Tan dulce el pan se vuelve en la canasta
que los niños sonríen miel cuando lo comen.

Esquirlas de jade forjan clorofila.
Entre el maíz ventea la nostalgia.
Aguijones de entereza la mañana del romero.
La luz trasmina entre las hojas.

De la mazorca la espuma se deshace
en el crepitar de los jilotes.
En el recodo de los tallos se detiene el amarillo.

En el molino la ambarina pulpa
se vuelve carne de doncella,
alimento de viajeros o de dioses.
En el sendero el tejocote se hermana con el cobre,
los capulines lloran.
Sonrisa amarilla del acahual en mi pupila,
en mi pelo cabrillea el viento.

Regreso a casa:
luz de Luna la ilumina;
lirio, soledad,
pantano donde flotan los presagios.

Mis muertos me acompañan.

Me encuentro con la niña.
-sus muñecas de trapo, las esferas.
En el patio repleto de geranios
se aman las torcaces.

Por el postigo la niña espía
la liturgia de la vida.

Los albinos claman a la Luna,
los panderos resuenan. Alguien canta.
Mis sueños me vuelcan al vacío.

Las lagartijas duermen en las grietas.
El mantra de la noche tejen las arañas.

Hija de la Luna soy
(la sangre escurre entre mis piernas).

Mi yermo corazón de mi pecho escapa.
Entierro una astilla entre mis uñas. Grito.
Retuerzo mi lengua. No hay palabras.

Me miro en el espejo:
la misma marca de mi madre
en medio de mi vientre.
Como artesana fraguo de hierro los encajes.

Exudan miel de pino los tejados.

Para atrapar verdines tiendo un hilo al azar.

En la inmolación de la mañana
reconozco el mismo canto,
la rauda candidez en los murmullos.

La ventana cierro al conjuro verde del durazno,
desato por un momento el alma,
devuelvo a los ángeles La Gracia
que no pude arropar en la herida de mi pecho.

En los charcos zurean las mañanas.
Los santos hierbazales purifican las miasmas citadinas.

En rebeldía los helechos cierran el paso a los suspiros.

En el fragmento del minuto, en la dimensión de la rosa,
con el tacto desbocado me acerco a los pistilos:
su perfume jadea, lo aspiro, me transforma.

Era bella.
Varada sirena,
el mar me dio por residencia tierra.

Con lentitud mis pies deformes ascendieron a los riscos,
con dificultad bajaron hasta donde hierve la cascada.

Como  pisciana añoro el mar.
Ya no sé sumergirme en los confines oscuros del océano
donde los abisales nadan en susurro
entre fosforescencias de coral.

Extraño las madréporas,
las actinias de colores increíbles;
de líquidos vaivenes la tibieza.
Mi canto ya no hechiza a los marinos
ni a los hombres que caminan por la playa.
Ya no se enredan las algas en mis dedos
ni se pegan las medusas a mi piel.

La sal me seduce.
Cuando cierro los ojos en tardes de estaño,
la degusto en el centro de mi lengua.

Su sabor excita mis neuronas.

Bebo tu cuerpo de agua y sal.

Con el movimiento ondulante de los peces
alcanza mi vientre incandescencias.
En el cielo los resplandores de la Luna.
En mis pupilas guardo el mar.
En mis muñecas guardo un pálpito de ola.

Daré a luz durante el amanecer de las violetas.

El aire sabe a lima,
los heliotropos se calcinan.

Busco tus ojos de gacela,
transcurro entre el olor de los abetos.
Mis pisadas fraguaron en el barro.

Viene el niño que sueño por las noches
y tú te marchas a seguir el destino de la espada,
a buscar espigas en el páramo,
a buscar el amuleto de mágicas insignias.

Pelearás con tus iguales
y serás campeón de la violencia.
Yo, la sierva, daré a luz
durante el amanecer de las violetas.
Busca caracolas en la playa la niña.
El amarillo de los girasoles gime.
La sangre en sus venas culebrea.
Navegan sus ojos.
Respira, consonancia de olas.
Espera en  el camino de los soles.

En la mañana cubierta de ciruelos
otra vez aletean las palomas.
cierro los ojos, lo contemplo.
Emerge un río de luz.
Imagino cómo sus brazos y sus piernas
se fortifican, crecen,
cómo sus uñas se conforman.
Me pregunto de qué color serán sus ojos,
qué sorpresas encontraré en sus pupila.

Sólo deseo que lleve el título de hombre
con más virtudes que defectos.
Que tenga la mirada clara de la lluvia.
Que a su mano los bronces se dobleguen,
en su corazón  dé frutos la justicia.
Que transite sin miedo los caminos.
Que domine a los endriagos de la noche
Me pregunto de qué color serán sus ojos
qué sorpresas encontraré en el fondo.

Albas paredes,
-fulgurante lámpara- el quirófano.
A través de mi inflamado vientre
el médico aún escucha sus latidos.

Me paraliza el frío.
Ahora soy agua y quiero desbocarme,
ser árbol o granizo,
la corza que huye del tormento.

El parto se avecina,
pero daré a luz entumecida carne.
Los jugos coagulados,
tulipanes rojos en su piel.

Mañana, vestido irá de blanco
para ofrendarlo a los labios sedientos de la tierra.



Ma. Elena Solórzano. Poeta mexicana, nacida en Delicias Chihuahua, reside actualmente en la Ciudad de México. Autora de varios poemarios.  El poema que se publica en esta antología pertenece al poemario Salmo de luz.


D.R. Fotografía Carmen Amato